La impresión que deja el Espíritu
POR WATCHMAN NEE - LA LIBERACIÓN DEL ESPÍRITU
CAPITULO 8
- La importancia del quebrantamiento
- Antes y después del quebrantamiento
- Nuestras ocupaciones
- Cómo conocer al hombre
- La iglesia y la obra de Dios
- El quebrantamiento y la disciplina
- La separación que efectúa la revelación
- La impresión que deja el Espíritu
- El resultado del quebrantamiento
LA IMPRESION QUE DEJA EL ESPIRITU
EXPRESAMOS LO QUE SOMOS
Ser siervos de Dios no depende de nuestras palabras ni de nuestras acciones, sino de lo que expresamos. Si lo que expresamos no concuerda con nuestras palabras y acciones, los demás no recibirán ninguna ayuda de nuestra parte. Lo que expresemos es muy crucial.
Algunas veces decimos que tenemos una buena impresión de cierta persona, o que otra nos causa mala impresión. ¿De dónde proviene la impresión que dejan las personas? No es de sus palabras, pues si así fuera, diríamos que una persona es buena si sus palabras son buenas o que es mala si son malas, y ni siquiera hablaríamos de la impresión. La impresión que recibimos de alguien es independiente de sus palabras y hechos. Mientras la persona habla o actúa, emite algo más subjetivo que brota de su mismo ser, lo cual nos causa cierta impresión.
Lo que deja una impresión nuestra en otros es la característica más sobresaliente de nuestra persona, nuestro rasgo peculiar. Si tenemos una mente natural intacta y sin ley, siempre que nos relacionemos con los hermanos, lo primero que percibirán serán nuestros pensamientos, y eso será lo que cause una impresión en ellos. Tal vez lo más fuerte de nosotros sea nuestras emociones; posiblemente seamos extremadamente efusivos o totalmente fríos. Si nuestras emociones no han sido quebrantadas por el Señor, cada vez que interactuemos con los demás, brotarán espontáneamente. La impresión que otros reciban será producto de nuestras emociones. Nuestra peculiaridad brotará de nosotros y dejará una impresión de nosotros en los demás. Podemos controlar nuestras palabras y acciones, mas no lo que fluye de nuestro ser, pues lo que predomine en nosotros se expresará en forma espontánea.
En 2 Reyes encontramos el relato de una mujer sunamita que hospedó a Eliseo. Leamos lo que la Biblia dice al respecto: "Aconteció también que un día pasaba Eliseo por Sunem; y había allí una mujer importante, que le invitaba insistentemente a que comiese; y cuando él pasaba por allí, venía a la casa de ella a comer. Y ella dijo a su marido: He aquí ahora, yo entiendo que éste que siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios" (2 R. 4:8-9). Este profeta sólo pasaba por Sunem; no dio ningún mensaje ni efectuó milagro alguno; lo único que hizo fue aceptar la invitación a comer. La mujer pudo darse cuenta de que era un hombre de Dios simplemente por la forma en que él comía. El expresó algo cuando estaba a la mesa.
Es crucial que nos preguntemos: "¿Qué impresión reciben de mí los demás? ¿Qué expreso yo?" Ya hemos dejado en claro que el hombre exterior debe ser quebrantado, pero si esto no sucede, la impresión que otros reciban será solamente la de nuestro hombre exterior. Cada vez que hablemos con otros, les daremos la desagradable sensación de nuestro egocentrismo, nuestra necedad y nuestro orgullo, o tal vez reciban la impresión de que somos personas muy sagaces y elocuentes. Puede ser que logremos causar una buena impresión en los que nos escuchan, pero ¿satisface también a Dios tal impresión? ¿Suple la necesidad de la iglesia? En realidad, ni Dios es satisfecho ni la iglesia necesita nuestra presunta buena impresión.
Hermanos, tanto Dios como la iglesia requieren que nuestro espíritu se libere. Por lo tanto, es urgente y crucial que nuestro hombre exterior sea quebrantado. Si dicho quebrantamiento no se efectúa, nuestro espíritu no podrá liberarse, y nosotros no podremos dejar en otros la impresión del espíritu.
En una ocasión, un hermano compartió sobre el Espíritu Santo, pero sus palabras, su actitud y sus comentarios sólo expresaban un hombre lleno del yo. Todos los que lo escuchaban se sentían incómodos. El tema que estaba presentando era el Espíritu Santo, pero su ser entero estaba lleno de su yo, y era eso lo que expresaba. Si lo que sale de nosotros es nuestro yo, eso será lo que los demás recibirán. Tal vez nuestro tema sea excelente y nuestro mensaje muy elocuente; sin embargo, el propósito y el beneficio de una disertación así serán completamente nulos. No debemos prestar atención sólo a las doctrinas, pues Dios no está interesado en las doctrinas sino en que nuestra persona sea quebrantada. Si no lo logra, seremos de poca utilidad para Su obra. Además, sólo podremos dar enseñanzas espirituales, sin dejar una impresión espiritual. Sería una pena que enseñáramos asuntos espirituales, y dejásemos una impresión completamente natural, una impresión de uno mismo. Esta es la razón por la que insistimos tanto en que nuestro hombre exterior debe ser quebrantado.
Una y otra vez Dios ordena las circunstancias con el fin de quebrantar la característica más sobresaliente de nuestra persona. En ocasiones somos tan duros que un solo golpe no es suficiente para doblegarnos, y por eso Dios tiene que darnos una segunda o tercera dosis de disciplina. El no descansará hasta que nuestro rasgo natural más sobresaliente sea totalmente quebrantado.
Lo que el Espíritu Santo realiza en nosotros por medio de Su disciplina es muy diferente de lo que normalmente recibimos al escuchar un mensaje. Cuando oímos un mensaje, por lo general entendemos la enseñanza mentalmente, y luego esperamos meses o años hasta que la palabra recibida llega a ser una realidad en nuestra experiencia. Primero entendemos el mensaje y más adelante somos conducidos a la realidad. Pero cuando se trata de la disciplina del Espíritu Santo, el proceso es muy distinto, pues en el momento en que vemos la verdad, recibimos su contenido; ambos hechos ocurren simultáneamente. No entendemos la enseñanza primero y después recibimos el contenido, como en el primer caso. Es extraño que entendamos las doctrinas rápidamente, pero que nuestro aprendizaje por medio de la disciplina tome tanto tiempo. Muchas veces con oír cierta enseñanza una sola vez, podemos recordarla posteriormente; pero aunque la disciplina del Espíritu Santo nos venga en repetidas ocasiones, permanecemos aturdidos, sin entender lo que nos sucede. Si el Señor no puede quebrantarnos con un solo golpe, seguirá obrando y no se detendrá, así tenga que disciplinarnos una, dos, diez, cien o las veces que sean necesarias para lograrlo; pues sólo cuando lo consiga, veremos la verdad. Por lo tanto, la obra de disciplina del Espíritu Santo tiene dos aspectos: derribar lo natural y edificar lo espiritual. Una vez que el creyente pase la experiencia de la disciplina, será edificado y verá la verdad; será demolido y edificado. Sólo entonces podrá tocar la realidad delante del Señor, y podrá decir: "Le agradezco al Señor porque ahora puedo ver que todos estos años de disciplina han tenido el único propósito de librarme de mi característica personal sobresaliente". Demos gracias al Señor porque El quita los obstáculos que hay en nosotros al golpearnos repetidas veces.
LA ILUMINACION DE DIOS PONE FIN A LO NATURAL
Otro aspecto de la obra del Espíritu Santo es la iluminación. El Espíritu utiliza dos medios distintos para actuar en el hombre exterior: la disciplina y la iluminación. Algunas veces el Señor usa ambos medios simultáneamente, y otras, los usa en forma alterna. En ocasiones, el Espíritu Santo se vale de las circunstancias para disciplinarnos y golpear nuestro lado más fuerte; y en otras, nos infunde un suministro abundante de gracia, iluminándonos de una forma especial. Debemos entender claramente que nuestra carne sólo puede refugiarse en las tinieblas; pero cuando éstas se desvanecen, no tiene más donde ocultarse. Muchas de nuestras acciones carnales prevalecen porque nunca hemos descubierto que pertenecen a la carne, pero tan pronto brilla la luz, detectamos que son producto de la carne, y tememos seguir actuando de la misma manera.
La luz prevalece cuando hay abundancia en la iglesia, se predica la Palabra de Dios, se tiene un ministerio sólido y la profecía se practica frecuentemente. Una vez que la luz de Dios brilla, entendemos lo que es el orgullo. Tal vez anteriormente nos referíamos al orgullo jactanciosamente sin entenderlo cabalmente, pero cuando vemos el orgullo a la luz de Dios, tenemos que exclamar: "¡Ahora veo cuán maligno y sucio es el orgullo!" El orgullo que vemos bajo la luz reveladora es completamente diferente a la noción tan superficial que teníamos de él anteriormente, el cual no nos parecía tan abominable e inmundo. Pero cuando nos ubicamos bajo la luz divina, lo vemos tal cual es. La luz nos expone a tal grado que entendemos que nuestra verdadera condición es muchísimo peor de lo que habíamos imaginado y expresado. En tales circunstancias, nuestro orgullo, nuestro yo y nuestra carne se marchitarán y se secarán para nunca más renacer.
Lo maravilloso de esto es que todo lo que esta luz pone de manifiesto, lo elimina. La iluminación y la depuración no ocurren en momentos distantes. No recibimos primero la iluminación de nuestros defectos, y después de años éstos llegan a su fin; ése no es el proceso, sino que cuando vemos nuestros defectos bajo la luz de Dios, éstos llegan inmediatamente a su fin; son eliminados al instante. La luz los extermina, lo cual es maravilloso en la experiencia de todo creyente. En el momento en que somos iluminados por el Espíritu Santo, nuestras deficiencias son eliminadas. Por lo tanto, la revelación comprende tanto la iluminación como la exterminación. Por medio de la iluminación todo lo carnal se marchita. La revelación es la manera en que Dios opera; de hecho, la revelación consiste en que Dios opere. Cuando la luz de Dios nos ilumina, logramos ver, y cuando vemos, todo lo natural llega a su fin. Cuando la intensa luz de Dios deja a la vista todo lo natural, lo sucio y maligno de nuestro yo, todo ello llega a su fin.
La mayor experiencia que puede tener el creyente es la exterminación de todo lo natural por medio de la iluminación divina. Cuando Pablo fue confrontado por el resplandor de Dios, no se detuvo para dirigirse a la orilla del camino y ahí arrodillarse a orar, sino que en el mismo instante en que fue iluminado, cayó en tierra. Antes de este encuentro con la luz de Dios, él hacía planes y estaba muy confiado. Pero cuando fue iluminado, su primera reacción fue caer en tierra. Desde entonces se sintió ignorante e incapaz, pues la luz lo había doblegado. Debemos notar que estas dos experiencias se llevan a cabo al mismo tiempo, no en ocasiones separadas. No suceden de la manera que nos imaginamos. Dios no brilla primero sobre nosotros haciéndonos entender, y posteriormente realiza en nosotros la verdad que nos mostró. No nos hace ver primero nuestras deficiencias para corregirlas más adelante. No, Dios no actúa así. El nos muestra cuán malignos, sucios y viles somos. Al recibir esta luz, declaramos: "¡Oh, cuán inmundo y maligno soy!" Nos estremecemos por nuestra condición, caemos al suelo, nos marchitamos y no somos capaces de levantarnos otra vez. Después de que el hombre orgulloso es iluminado, no puede mantener su orgullo, aunque se lo propusiera. Una vez que vemos nuestra verdadera condición bajo la luz de Dios, y lo que en realidad es el orgullo, esa impresión no nos dejará nunca. Un sentimiento de ineptitud y vergüenza permanecerá en nosotros y no nos dejará exaltarnos de nuevo.
Cuando Dios nos ilumina, nuestra fe es fortalecida y nos postramos ante El, mas no para hacer peticiones. Muchos son los hermanos que importunan a Dios con peticiones y ruegos mientras El les habla. Esto les impide recibir luz del Señor. Dios, al realizar Su obra, sigue el mismo principio que usó cuando nos salvó. En el momento en que fuimos alumbrados y recibimos salvación, no hicimos más que caer sobre nuestras rodillas y orar: "Señor, te acepto como mi Salvador". Como resultado recibimos salvación inmediatamente. Pero si una persona, después de escuchar el evangelio, repite por varios días esta oración: "Señor, te ruego que seas mi Salvador", no sentirá que el Señor la salve. En consecuencia, cuando Dios nos ilumine, debemos postrarnos y decir: "Señor, acepto Tu disciplina; estoy de acuerdo con Tu juicio". Si hacemos esto, Dios nos dará más luz, nos mostrará nuestra condición miserable, y el proceso se repetirá.
Siempre que la luz de Dios brilla sobre nosotros, cambia nuestra visión espiritual. Descubrimos que detrás de las obras que asegurábamos haber hecho en el nombre del Señor y por amor a El, había motivos impuros y bajos. Aunque pensábamos estar entregados incondicionalmente al Señor, descubrimos que sólo nuestros planes estaban centrados en nosotros mismos. Cuando descubrimos semejante egoísmo en nuestras vidas, no podemos hacer otra cosa que humillarnos ante Dios. Nuestro yo es muy escurridizo y procura ocultarse, pero su intención es usurpar la gloria de Dios. Su egoísmo lo hace creerse omnipotente. Pero tan pronto brilla la luz sobre nosotros, y recibimos la revelación de Dios, queda al descubierto lo que realmente somos. Anteriormente sólo Dios conocía nuestra condición, pero después de que Su luz brilla, nuestros ojos son alumbrados y podemos vernos a nosotros mismos. Esta luz penetrante descubre, tanto ante El como ante nosotros, todos los pensamientos e intenciones del corazón, y cuando esto sucede, no nos atrevemos ni a levantar nuestro rostro. Antes de ser expuestos estábamos ciegos a nuestra condición y éramos engañados fácilmente por nuestro egoísmo; pero cuando nos vemos a la luz de Dios, quedamos tan avergonzados que no encontramos dónde escondernos. Esto pasa cuando nos damos cuenta de la clase de personas que somos, pues aunque por mucho tiempo hicimos alarde de ser mejores que los demás, ahora no podemos siquiera describir lo impuro y maligno de nuestro egoísmo. Estábamos tan ciegos que nunca vimos nuestra verdadera condición. Cuanto más vemos nuestra vileza, más avergonzados nos sentimos. Sólo nos queda postrarnos arrepentidos ante el Señor y decir: "Señor, me arrepiento de mi egoísmo, aborrezco mi yo y reconozco que no tengo remedio".
¡Aleluya! Ya que al arrepentirnos, al avergonzarnos, al aborrecernos y al humillarnos por haber sido iluminados, podemos ser librados de todo lo negativo que nos había oprimido por años. La salvación del hombre viene en un momento de iluminación de Dios. Vemos nuestro egoísmo y somos libres de él en el mismo momento. Esta iluminación no sólo nos salva, sino que también nos permite ver, para que seamos librados. ¡Cuánta falta nos hace la visión que nos proporciona esta luz! Pues sólo así desaparecerá el orgullo, cesarán las actividades carnales y será quebrantado el hombre exterior.
UNA COMPARACION ENTRE LA DISCIPLINA Y LA REVELACION
Comparemos la disciplina del Espíritu con la iluminación o revelación que El mismo trae. La disciplina del Espíritu Santo, por lo general, es un proceso más lento, pues viene poco a poco y de manera progresiva. Puede llevarse años concluir un asunto en nosotros. Por otra parte, la disciplina no viene necesariamente por medio del ministerio de la Palabra. Muchas veces aunque no se haya ministrado la Palabra, de todos modos el Espíritu ejecuta la disciplina. Pero la revelación del Espíritu Santo es diferente. Casi siempre viene en forma rápida y puede durar días o inclusive minutos. Cuando la luz de Dios resplandece sobre un hombre por minutos o aún por días, éste recibe luz y ve que su hombre natural ha llegado a su fin, que es una persona absolutamente inútil y que todos sus antiguos alardes de grandeza ahora lo avergüenzan. Esta revelación la recibe del Espíritu Santo por medio del ministerio de la Palabra. Es por eso que la revelación del Espíritu Santo viene más frecuentemente cuando en la iglesia hay un ministerio de la Palabra sólido y abundante. Pero si no lo hubiera, y en consecuencia, la revelación del Espíritu fuera menor, de todos modos nadie podría permanecer en la presencia del Señor preservando su hombre exterior intacto. La palabra y la revelación pueden ser escasas, pero con todo, la disciplina del Espíritu Santo permanece. Aun cuando un hermano permanezca aislado de los creyentes por años, el Espíritu Santo actúa en él llevando a cabo Su disciplina. El Espíritu logra que en su aislamiento pueda aprender del Señor y tener experiencias espirituales elevadas. Es posible que cuando la iglesia es débil, algunos no reciban el ministerio apropiado de la palabra y otros puedan pensar que han perdido la disciplina del Espíritu por su condición. Esto no significa que la disciplina del Espíritu Santo no esté presente, sino que, aunque el Espíritu Santo los ha disciplinado por años, no ha habido resultados positivos en ellos. El Señor puede golpearlos una o dos veces, o aun por años, sin que ellos comprendan lo que Dios intenta lograr. Su obstinación se asemeja a la de una mula sin entendimiento, pues ignoran por completo la intención de Dios. Es una pena que aunque la disciplina nunca nos falte, no podamos ver que aquello es obra de la mano del Señor.
Muchas veces cuando Dios nos castiga, volvemos nuestra atención a los hombres y nos equivocamos. Nuestra actitud delante del Señor debería ser la del salmista cuando dijo: "Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste" (Sal. 39:9). Debemos tener presente que quien nos está disciplinando no es nuestro hermano, nuestra hermana, nuestro amigo, nuestros parientes ni ninguna otra persona, sino el Señor mismo. Debemos ver que el Señor ha estado disciplinándonos y dándonos lecciones por años. Debido a nuestra ignorancia al respecto, culpamos a otros y aun a nuestra suerte. Esto es desconocer la manera en que Dios obra. Debemos recordar que todas las circunstancias son preparadas por Dios para nuestro provecho. Absolutamente todo lo que nos pasa, la frecuencia, la duración y la intensidad de las situaciones que nos rodean, han sido cuidadosamente planeadas por Dios. El dispone todo en Su providencia con el único propósito de quebrantar la parte más dura y la característica más sobresaliente de nuestro hombre natural. Que el Señor nos conceda gracia para que veamos el significado de Su obra en nosotros. Que nos dé luz suficiente para dejarnos en evidencia y humillarnos. Si el Señor quebranta nuestro hombre exterior, no volveremos a expresar nuestro yo, y en su lugar fluirá nuestro espíritu al relacionarnos con otros.
Oramos para que la iglesia pueda conocer a Dios de una manera en la que nunca lo ha conocido. También oramos para que los hijos de Dios reciban bendiciones espirituales sin precedente. El Señor tiene que calibrar nuestro ser hasta que lleguemos a ser personas rectas y equilibradas. No sólo el evangelio debe ser el debido sino también quien lo ministra. No sólo las enseñanzas deben ser correctas sino también los maestros. El asunto crucial radica en que Dios se libera juntamente con nuestro espíritu. Cuando nuestro espíritu se libera de esta manera, podemos llegar a muchos que están en el mundo y que tienen una gran necesidad de este espíritu. Ninguna obra es tan importante y básica como ésta, y nada puede reemplazarla. La atención del Señor no se concentra en nuestra doctrina, nuestra enseñanza ni nuestros mensajes. Lo que a El le interesa es que podamos expresarlo ante los demás. ¿Qué es lo que expresamos? ¿Estamos atrayendo a los demás hacia nosotros mismos o hacia el Señor? ¿Ellos están recibiendo de nosotros nuestras doctrinas o al Señor? Esto es extremadamente serio.
Si no le prestamos atención, nuestra obra y nuestro servicio no tendrán ningún valor.
Hermanos, al Señor le interesa más lo que expresamos en nuestra persona que lo que decimos con palabras. Cada vez que hablamos con alguien, expresamos algo. Puede ser nuestro yo o Dios mismo; nuestro hombre exterior o nuestro espíritu. Hermanos, permítanme repetir la pregunta: "¿Qué expresamos delante de los hombres?" Este es un asunto crítico que debemos resolver. Que Dios nos dé Su luz y Su bendición.
La liberación del espíritu, secciones:
Capitulo 1 Capitulo 2
Capitulo 3 Capitulo 4
Capitulo 5 Capitulo 6
Capitulo 7 Capitulo 8
Capitulo 9 Estudios bíblicos
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