Tremendo fue el incendio de la casa, y tremendas las quemaduras de la pequeña Ferrial Sayed, de apenas dos años de edad. Casi el cien por ciento de su delicada piel había sido quemado. Los médicos de Londres, Inglaterra, se vieron en un apuro. ¿De dónde sacar piel para cubrir el cuerpecito en llaga viva? No de su propio cuerpo, porque nada le quedaba.
Tuvieron que acudir a la merced de algún donante recién fallecido. Así, con la piel de otro, recubrieron a la niña y la salvaron no sólo de una desfiguración horrible sino de una muerte segura.
Aquella niña, hija de inmigrantes pakistaníes que vivían en Londres, fue el centro de un milagro médico. Cubrieron todo su cuerpo con piel ajena. El doctor Roy Sanders fue el héroe del caso. Hasta que su cuerpo produjera de nuevo su propia piel, la pequeña Ferrial viviría dentro de la piel de otra persona.
Ciertas personas usan la expresión: «Tendrías que meterte dentro de mi piel para saber lo que estoy sufriendo.» Con eso dan a entender que hay que experimentar, en carne viva, el dolor de otro para poder simpatizar con él.
¿No sería bueno, en este mundo de tantos contrastes y desigualdades, que a lo menos por un corto tiempo cada uno pudiera meterse dentro de la piel de otro? Por ejemplo, que un protestante del norte de Irlanda se metiera en la piel de un católico. O que un judío de Israel se metiera en la piel de un palestino.
Sería bueno que un blanco se metiera en la piel de un negro, para experimentar lo que es la discriminación. O que un adinerado, que no sabe ya en qué gastar, se metiera en la piel de un pobre, que no tiene ni para comer.
Así mismo sería bueno que el marido o la esposa infiel se metieran dentro de la piel de su cónyuge para que aprendieran cuánto duele el adulterio.
La verdad es que todos somos tan egoístas e insensibles que tenemos la tendencia a hacer caso omiso del dolor ajeno y del daño que causamos. Pero hay algo maravilloso en esto de meterse dentro de otro para percibir sus dolores. Dios, en la persona de Jesucristo, se metió en nuestra piel para hacerse uno con nosotros y poder sentir nuestras tentaciones, aflicciones y angustias. Lo hizo para que pudiéramos, con confianza, comunicarnos con él. Lo hizo para amarnos y para que lo amáramos a Él. Ese acto divino merece nuestra lealtad. Entreguémosle, hoy mismo, nuestro corazón a Cristo. |